La Construcción de la Identidad de Género
Para que este sistema de organización social sexo-género de dominación masculina se reproduzca es imprescindible que lo consientan los miembros de la sociedad. En el caso del patriarcado, las perdedoras son las mujeres, debiendo ser las más difíciles de convencer. Esto nos lleva a preguntarnos ¿cómo es posible que las mujeres aceptemos la situación de discriminación y opresión que nos impone el sistema patriarcal?
Y la respuesta a esta cuestión la hallamos en el proceso de construcción de nuestra identidad, ya que aprendemos que en el hecho esencial identitario de ser mujer está inherente su posición de subordinación. Lo mismo ocurre con los hombres, aprenden que su sexo biológico les da el derecho a situarse en el grupo de los superiores, los que mandan, los dominadores. Y la razón última que justifica la "esencia" de nuestro ser masculino o femenino se basa en cuestiones inquebrantables como la naturaleza o la voluntad divina: "así ha sido siempre, desde que el mundo es mundo, y las personas no podemos cambiarlo", nos aseguran.
1.- LAS DEFINICIONES SOCIALES DEL GÉNERO.
Las sociedades patriarcales (o androcéntricas) necesitan producir un entramado de mecanismos ideológicos que justifiquen y legitimen la desigualdad entre mujeres y hombres.
Janet Saltzman, que ha profundizado en el estudio de los mecanismos de mantenimiento y cambio de los sistemas de desigualdad entre los sexos, los llama "definiciones sociales sobre el sexo", aquellas creencias, valores, estereotipos y normas ampliamente compartidas por los miembros de la sociedad que se dan en el momento presente y también a lo largo de la historia.
En el sistema patriarcal, estas definiciones sociales son creadas y mantenidas por élites masculinas, por lo que poseen un contenido profundamente androcéntrico. El mundo se define desde un punto de vista masculino, así "las concepciones de una sociedad con estratificación de los sexos con respecto a lo verdadero, lo bueno, lo importante, lo apreciable, lo hermoso (y sus contrarios) reflejarán necesariamente las experiencias de sus miembros masculinos dominantes, del pasado y del presente".
Estas definiciones sociales se traducen en un entramado de mandatos diferentes para mujeres y hombres sobre el ser y el sentir (identidad-subjetividad), el hacer y el poder (división sexual del trabajo-autonomía y capacidad de decisión), e incluso el estar (imponiendo una segregación de los espacios en el que el espacio público es el "naturalmente" masculino y el espacio privado-hogar se considera el "esencialmente" femenino). Estas imposiciones sociales y culturales mantienen las diferencias de género entre mujeres y hombres, la discriminación y la opresión de género de las mujeres.
Janet Saltzman distingue tres clases de definiciones sociales: las ideologías y las normas (se refieren al deber ser) y los estereotipos (que dan un paso adelante, y entran en el ser).
2.- ROLES Y ESTEREOTIPOS DE GÉNERO.
Los estereotipos se establecen a partir de los roles de género (lo que se considera apto para una mujer, lo que se considera adecuado para un hombre, los masculino, lo femenino), en relación con las funciones sociales y culturales, el papel de unas y de otros en el mundo que deben cumplir, porque "la naturaleza así lo ha establecido".
La palabra rol hace referencia a función, tarea, papel, pero también a interpretación en el sentido teatral. A las personas, de sexo femenino y sexo masculino, se nos impone como condición sine qua non para dar "el buen sentido" a nuestra existencia, el trabajo forzoso de interpretar bien el papel que nos corresponde (el género que nos han atribuido: mujer o varón) vinculado a nuestro cuerpo sexuado.
En el modelo tradicional de lo femenino y lo masculino, a las mujeres se les asigna todas aquellas cualidades, tareas y funciones vinculadas con el ámbito de la reproducción de la vida. Este rol reproductivo responde a una concepción de las mujeres como esencialmente madres y cuidadoras de los suyos. Por el contrario, todas aquellas cualidades, tareas y funciones relacionadas con el ámbito de lo productivo son atribuidas a los hombres. Los roles de género asignados a hombres y mujeres son opuestos. Lo que es apto para unas es lo no apto para los otros. A partir de estos roles se construyen los conceptos de lo natural y lo antinatural.
Los roles de género forman parte y son consecuencia de la cultura y están tan fuertemente arraigados en ella, que es difícil llegar a percibir que son aprendidos y se consideran, sin embargo, parte de la naturaleza misma y, por tanto, propios de cada sexo; estableciéndose una relación jerárquica entre ambos, en la medida en que se considera lo masculino como lo humano, lo correcto, el patrón a seguir, lo importante, los roles masculinos tienen más valor, son superiores. Mientras que lo femenino es para ellas, para las otras, seres humanos imperfectos, se considera menor.
Si los roles de género nos sirven de guía como modelos del deber ser femenino y masculino, los estereotipos los convierten en el ser.
En el ámbito de las ciencias sociales, podemos definir los estereotipos como imágenes o ideas simplificadas y deformadas de la realidad aceptadas comúnmente por un grupo o sociedad con carácter inmutable.
Los estereotipos a fuerza de repetirse llegan a considerarse la verdad, se aplican de una manera irreflexiva y generalizada, y son reproducidos indefinidamente. Los estereotipos se traducen en actitudes, sentimientos y acciones de todas las personas pertenecientes a una misma cultura. Son a la vez cambiantes (varían en el tiempo y el espacio), e inmutables, ya que al ser producto de una situación social tendrán vocación de permanencia mientras nada provoque su cambio; son aprendidos, generalizadores, simplifican y parcializan la realidad, son compartidos por muchas personas.
Se consideran estereotipos sexistas los rasgos, imágenes mentales y creencias que atribuyen características a mujeres y varones como grupos, sexual y genéricamente diferentes. Son ejemplos de estereotipos de género los que consideran a los hombres como valientes, racionales, independientes y rudos; y también los que ven a las mujeres como sensibles, miedosas, dependientes y tiernas.
Estos estereotipos son sexistas hacia las mujeres en la medida en que justifican la situación de inferioridad y discriminación social, económica, cultural y política que viven las mujeres, favoreciendo a la vez el mantenimiento de las prácticas discriminatorias hacia ellas.
Los estereotipos atribuidos a los hombres se corresponden con el paradigma de lo humano. El hombre es usado, aún hoy, como sinónimo de la humanidad (de ahí el masculino genérico que se utiliza en el lenguaje), constituye el prototipo universal del ser humano, el modelo de referencia. Las mujeres, a pesar de constituir la mitad de la humanidad, son "las otras", a las que se les "permite" e incluso se les exige ser diferentes: ¿por qué?, ¿acaso no son humanas?, ¿qué son?, pero a la vez se les sanciona por ser diferentes.
Estos estereotipos de género provocan la desigualdad entre los sexos y se transforman en agentes de discriminación, impidiendo el pleno desarrollo de las potencialidades y las oportunidades de ser de cada persona. Privan a las mujeres y niñas de su autonomía, limitando sus derechos a la igualdad de oportunidades y a los hombres y niños les niegan el derecho a la expresión de su afectividad.
3.- ¿CÓMO APRENDEMOS? TEORÍA DE LA SOCIALIZACIÓN.
Como hemos visto, el género se nos asigna desde el momento en que se tiene certeza sobre la composición cromosómica (XX, femenina, XY, masculina) del proyecto de ser humano que está por nacer. Y desde este momento, toda la sociedad a nuestro alrededor, nuestra propia familia, la escuela, la calle, los cuentos, los juguetes, el lenguaje, se esforzarán por enseñarnos esas definiciones sociales, roles y estereotipos sobre lo masculino y lo femenino. Esto es, ¿cómo se hace y qué significa ser una mujer o ser un hombre y cómo somos diferentes unas de otros? Cómo debemos sentir, cuáles deben ser nuestros deseos, nuestras aspiraciones, cuáles nuestras prohibiciones, cómo debemos comportarnos, cuál es nuestra función en el mundo, nuestros espacios permitidos, cómo debemos relacionarnos los unos con las otras. Y lo aprendemos así sin darnos cuenta, a base de un más o menos sutil o explícito sistema de premios y recompensas, que constituyen nuestro vivir.
A este proceso de aprendizaje del ser humano, que nos enseña a ser mujeres y hombres, le llamamos proceso de socialización. La socialización tiene como objetivo que las personas se integren en la sociedad en la que les toca vivir, que conozcan sus normas y las respeten para evitar ser excluidas y/o castigadas. Como en el mundo en el que vivimos domina un sistema social y cultural patriarcal, discriminatorio y opresor para las mujeres, el proceso de socialización también lo es.
Esta socialización incluye como uno de los ejes centrales de la construcción de las personas un proceso de sexualización que conforma nuestra identidad y nuestra subjetividad, como lo define Janet Saltzman: "El enfoque de socialización del sexo asume que las conductas, prioridades y elecciones de las personas adultas se entiendan en su mayor parte como expresiones directas de las concepciones internas del yo. En la medida en que la generación adulta logra con éxito hacer de los niños y las niñas seres sociales conforme a las concepciones aceptables del sexo, esos niños y niñas se convertirán en personas adultas que harán elecciones coherentes con su propia identidad sexuada. De esta forma el sistema de los sexos se va repitiendo de generación en generación [...] Los niños y las niñas desarrollan paulatinamente la capacidad de definir el mundo según el sexo, de identificar el yo conforme a una categoría y de adoptar atributos socialmente asignados a ese sexo. Su identidad así se vuelve profundamente sexuada".
Género y Sexualidad.
La vivencia de la sexualidad también está marcada y definida por nuestra identidad de género y, por cuanto tiene que ver con la perpetuación de la opresión de las mujeres, es por lo que merece especial atención su análisis.
La sexualidad es también una construcción cultural, que ha sido y es objeto de manipulación desde unos intereses de poder patriarcales. Como señala Foucault, el sexo es construido desde la medicina, la psicología, la demografía y la economía. Se impone así la heterosexualidad del deseo, como parte de la identidad femenina y de la identidad masculina. El sexo, pues, construido desde intereses es político.
Para Gayle Rubin, la sexualidad está regulada sobre la base de un sistema de valores sociales que aprueban determinadas actitudes y conductas y rechazan otras en base a una ley que consideran natural. En este sistema, la sexualidad marital monógama, es la más valorada, considerada la más normal e incluso bendecida por la Iglesia, después viene la sexualidad de parejas heterosexuales no casadas, los heterosexuales promiscuos, los gays y las lesbianas, etc.
Teresa de
Lauretis y Judith Butler van más allá afirmando que la sexualidad como
construcción histórica asume la forma masculina. De forma que la sexualidad de
las mujeres es definida como objeto de la sexualidad del varón y el acto sexual
por excelencia ha sido la penetración en el coito heterosexual. Si bien, en
este sistema de valores, el sexo, en general, se considera como pecado y como
algo negativo (si no atiende a intereses reproductivos), la sexualidad femenina
es la que más se controla y se prohíbe.
El control
de la sexualidad femenina ha sido y es uno de los pilares de dominio de los
hombres sobre las mujeres y son muchas las autoras que han profundizado en este
tema: Beauvoir, Rubin, Millet, Firestone, Jonasdöttir, Rich, entre otras. Una
manifestación más del sentimiento de los hombres de que las mujeres son de su
propiedad a través del control de su cuerpo y de su capacidad reproductiva.
4.- LOS MODELOS DE IDENTIDAD FEMENINA Y MASCULINA.
El
proceso de socialización pretende que cada persona se identifique con todo lo
que significa el hecho de ser mujer o varón. Así, la socialización nos crea una
identidad de género, haciendo posible que las personas reconozcamos como
propias las representaciones sociales (roles y estereotipos) de lo que
significa ser mujeres u hombres.
Esta
sexualización desde la infancia también conforma nuestra subjetividad, aquello
propio de cada persona, único e intransferible, cuyo desarrollo, sin embargo,
no puede ser libre, ya que tiene como marco de referencia la identidad de
género que se nos ha asignado.
La
concepción de que la especie humana se divide en dos sexos biológicos (machos/hembras),
que conforman dos esencias diferenciadas, dos géneros opuestos (hombre/mujer),
dos caracteres, dos maneras de sentir y estar en el mundo (masculino/femenino)
ha existido desde la Edad Antigua hasta nuestros días.
El
conocimiento y la investigación científica en todas las disciplinas que se ocupan
del ser humano han construido sus teorías e hipótesis sobre la base de esta
diferenciación entre mujeres y hombres. Al mismo tiempo que han contribuido a reforzarla,
delimitar sus características diferenciadas e ir construyendo una identidad
(conjunto de características propias de cada ser con las que una persona se
identifica y que la diferencian de las demás) distinta para el sexo masculino y
el sexo femenino.
La
construcción de estas identidades diferenciadas (masculina y femenina) no es
neutral, sino que responde, como venimos diciendo, a un sistema de organización
patriarcal fundado en la dominación de los varones. Es más, responde a una
intención, una voluntad por parte de este grupo dominante, de mantener su
poder.
La
necesidad y beneficios que estas diferencias conllevan para la humanidad, en la
que se basa la idea de la complementariedad, han servido para justificar su
existencia; sin tener en cuenta que esta relación de complementariedad es
jerárquica. Mª Luisa Cavana lo explica así: «lo que en realidad significa la
famosa complementariedad: mientras el varón personifica todas las cualidades
propiamente humanas (invidualidad, actividad, inteligencia, desarrollo de sus
facultades, creatividad), la mujer se limitaría a rellenar los “huecos” que no
encajan dentro de lo masculino, pero que de alguna forma son necesarios: la
emocionalidad, la impresión de totalidad, la “unidad con la naturaleza”».
En la
concepción de lo que entendemos por identidad femenina y por identidad
masculina encontramos una explicación a la forma en que se desarrollan las
relaciones sociales, los conflictos y los pactos entre unos y otras que
sostienen los cimientos del patriarcado.
¿Qué Significa Ser Mujer? ¿Qué Significa Ser
Hombre? ¿Qué Rasgos Diferenciados Configuran La Identidad Femenina Y La Identidad
Masculina?
a) La Identidad de género femenina.
En
las concepciones y reflexiones sobre la identidad y la esencia de la mujer que
se han realizado a lo largo de la historia encontramos una serie de
características repetidas que conforman el modelo del ser femenino. Una de las
principales características de la identidad femenina es que se trata de una
identidad heterodesignada, es decir, designada por otros. Lo que la mujer es,
lo que se entiende como femenino, lo han definido, lo han decidido los varones.
La
identidad de la mujer está definida en función de los otros y por oposición a
los otros (los varones). “A las mujeres
en las sociedades patriarcales se nos ha hecho como la casta dominante de los
varones ha impuesto que se nos haga: vasallas, sumisas, un sexo de segunda
categoría, otras” (Simone de Beauvoir).
La mujer es
así, ser para los otros. Este modelo de ser femenino impone, como máxima
realización, actitudes y acciones de servicio hacia los demás y abnegación. Como género solo existimos por mediación de
los otros, a través de los otros, en los otros y la mayoría de las vías de
realización del ser para los otros está en la sexualidad: la maternidad y la
conyugalidad. La actitud que se asigna a las mujeres es la no-acción, la
pasividad.
Los elementos
comunes de la identidad de las mujeres se consideran naturales y se remiten a
los instintos, a las hormonas y a la biología. De esta forma, se considera que
ser mujer no es un hecho histórico-social, sino un hecho de la naturaleza. Ser
mujer se convierte en un hecho natural. Y como hecho natural, su razón de ser
en el mundo es la maternidad, y todas aquellas cualidades, habilidades,
destrezas, funciones y tareas que se relacionan con el ámbito de lo
reproductivo.
Esta
identidad femenina, de ser por y para los demás, tiene como escenario asignado
el espacio de lo privado, de lo doméstico, de lo próximo, el campo del cuidado
o la implicación. Y en este espacio de lo privado se materializa también la
jerarquía de poder patriarcal.
b) La Identidad de género masculina.
Esta
identidad, a diferencia de la femenina, es una identidad autoasignada. El varón
es un ser completo, y su razón de ser en el mundo no es la entrega a los otros
(concretos) como en el caso de las mujeres; sino que se le está permitido y se
le exige el ser para sí, el desarrollo de su individualidad como ser humano.
Las
funciones del varón se sitúan dentro del rol productivo. Este rol productivo ha
de desenvolverse en el ámbito de lo público, de la política y las relaciones
sociales, denominado ámbito de la justicia y en el que la actitud que le
corresponde es la imparcialidad.
Por otra
parte, podemos decir, y por suerte en la actualidad muchos hombres están de
acuerdo con ello, que el modelo de ser varón en el sistema patriarcal vigente constituye
también una limitación a su desarrollo integral como persona, por ejemplo en la
negación de la posibilidad de expresar sus sentimientos sin miedo a parecer
cobarde, sensiblero, débil.
En efecto,
se les exige ser los más fuertes y ser los mejores. De sus aprendizajes
cotidianos quedan excluidas las dudas, la inseguridad, las emociones, las
debilidades, el dolor. Se sanciona su sensibilidad y se premia su agresividad
como fortaleza, capacidad de autodefensa. Sin embargo, en la balanza de los
beneficios y pérdidas que le supone a un varón el proceso de apropiación de su
identidad, ganan con mucho los beneficios que les supone pertenecer al sexo
dominante.
BIBLIOGRAFÍA.
AMORÓS, Celia. 10 palabras clave sobre mujer. Estella: Verbo Divino, 1995.
CAVANA, Mª Luisa. "Diferencia", en Celia Amorós (dir.), 10 palabras clave sobre mujer. Estella: Verbo Divino, 1995.
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MOLINA PETIT, Cristina. Debates sobre el género. 2000
OLMEDA VALLE, Amparo y FRUTOS FRUTOS, Isabel. Teoría y análisis de género. Guía metodológica para trabajar con grupos. Madrid: Mujeres Jóvenes, 2001.
SALTZMAN, Janet. Equidad y género. Una teoría integrada de estabilidad y cambio. Madrid: Cátedra. Feminismos, 1992.
SIMÓN RODRÍGUEZ, Elena. Democracia vital. Mujeres y hombres hacia la plena ciudadanía. Madrid: Narcea, 1999.
VALCÁRCEL, Amelia. Sexo y filosofía: sobre mujer y poder. Rubí: Anthropos, 1991.
VALCÁRCEL, Amelia. La política de las mujeres. Madrid: Cátedra, 1997.
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