Por Angélica Salmerón Jiménez
A finales de noviembre de 1859 se publicó un libro que estaba llamado a hacer historia. Su título era On the origin of species by mean for natural selection, o The preservation of favoured races in the struggle for life, y Charles Darwin, el nombre del autor. Según dice Bryson, el libro agotó su primera edición de 1.250 ejemplares el primer día al precio de quince chelines, aunque Geymonat apunta que eso ocurrió en menos de dos meses. Sea como fuere, lo relevante aquí es que dicho texto -que sería después conocido simplemente como El origen de las especies- no estaba llamado a pasar a la historia por ser un simple éxito de ventas, sino por la teoría revolucionaria que contenía. En efecto, era la teoría de la evolución que en dicho libro se contenía la que estaba destinada a cambiar el rumbo de la ciencia. Así las cosas, es en este año que estamos llamados a recordar este acontecimiento por una doble vía: los 150 años de la publicación del libro y los 200 años del nacimiento de su autor, pero, sobre todo, con ambos acontecimientos evocamos la teoría de la evolución, que terminaría por cambiar el rostro no sólo de la ciencia, sino el concepto que se había tenido de los seres vivientes en general y del hombre en particular. Por ende, pudiéramos decir que tanto el nacimiento de Darwin en 1809 como el de la aparición de su libro en 1859 marcan en la historia el origen fundacional de la teoría de la evolución y el nacimiento de una nueva revolución científica.
Por tal motivo -aunque sea de sobra conocido-, vale recordar que la teoría propuesta por Darwin representó en el siglo XIX una revolución comparable a la teoría heliocéntrica de Copérnico, en cuanto que su trayectoria marcó un nuevo rumbo en la concepción del hombre, y es que el evolucionismo terminaría por derrocar la ancestral idea que concebía al ser humano como una especie única, fija y completa. Comienza así una nueva andadura científica que apunta a la comprensión de las especies desde un ángulo novedoso y efectivamente innovador: lo que va a entrar en cuestión aquí es la pérdida del fundamento de la concepción fijista de las especies cuya inmutabilidad se había mantenido desde su aparición con la Creación. Así las cosas, la historia del pensamiento científico da un nuevo viraje que habrá de reconfigurar no sólo el orden que habrá de seguir la investigación, sino que además habría de determinar el nuevo lugar del hombre en la naturaleza. He aquí la revolución darwiniana: si Copérnico había replanteado el orden espacial dando a la tierra y al hombre un nuevo lugar en el universo, Darwin terminará reconfigurando el orden temporal humano en la naturaleza, y esto porque -como bien dice Denis Huisman- "la representación clásica de la naturaleza, concebida como un conjunto ordenado y acabado, ha quedado destruida: el Gran Arquitecto es la contingencia. Y el tiempo adquiere un nuevo estatuto: ya no es el cuadro inmutable y reversible de la física clásica; es la materia misma de la evolución". Por ende, el paulatino desarrollo de la idea de la evolución constituiría sin lugar a dudas la apertura de nuevos senderos en el progreso de la ciencia moderna.
La historia de la ciencia da cuenta detallada de todo ello: desde el momento en que un joven estudiante de teología, transformado en apasionado naturalista, empieza la aventura que terminará por convertirlo en uno de los más importantes protagonistas del mundo científico. En efecto, la trayectoria vital e intelectual de Charles Darwin queda registrada en los anales historiográficos como la hazaña que realmente representa, pues es el caso que Darwin, constituido en un nuevo Colón, se embarca en una aventura que habrá de conducirle al descubrimiento de un nuevo mundo. Y esto de embarcarse en la aventura hay que entenderlo literalmente, pues Darwin pasó cinco años a bordo del Beagle, un buque de investigación naval al que fue invitado como compañero del capitán Robert FitzRoy. De hecho, la misión de nuestro científico se restringía a bien poco: acompañar al capitán a la mesa del comedor, quien por su rango estaba impedido de socializar con alguien que no fuese un caballero. Aunque esto no parecía ser nada complicado, resultó no ser tan sencillo, pues nuestro caballero tuvo que lidiar con no pocas excentricidades del capitán, de las que el propio Darwin dejó constancia, así como luchar contra el persistente mareo. Sea ello como fuere, lo verdaderamente importante es que el joven Charles Darwin (tenía veintidós años cuando se embarcó) habría de aprovechar la travesía en más de un sentido; los años que pasó a bordo del buque –de 1831 a 1836– habrían de convertirse en los más importantes y productivos de su vida: había nacido el científico que muchos años después revolucionaría la imagen de la naturaleza. Darwin volvió a los veintiséis años a Inglaterra y jamás volvería a salir de ella. Cabría decir que una vez concluido el viaje de cinco años en el Beagle, las aventuras darwinianas se verían ceñidas única y exclusivamente a las que brinda el intelecto y el estudio, pero ciertamente las peripecias que desde aquí habrían de ir envolviendo la vida aparentemente tranquila del estudioso terminarían también a su modo haciendo historia.
No vamos aquí a reseñar estas peripecias; bástenos señalar que una vez puesta en marcha la teoría de la evolución fue objeto de controversias de distinta índole, pero sobre todo –como no podía ser de otro modo, y siguiendo la comparación con la revolución copernicana– los mayores y más enconados ataques vinieron de los ámbitos religiosos y eclesiásticos, toda vez que las implicaciones de la teoría apuntaban claramente a descentrar al hombre del lugar privilegiado que tenía dentro del mundo de la naturaleza animal. Ciertamente, el hombre, animal privilegiado y único, creado a imagen y semejanza de Dios, de pronto no es otra cosa que un eslabón más de la cadena evolutiva. La batalla era nuevamente entre el dogmatismo y la ciencia, los contendientes estaban muy claros en sus posiciones y los ataques se librarían desde todos los frentes. La historia da cuenta de todos estos embates y sus resultados apuntaban ya a que la batalla final había de ser ganada por la ciencia. En efecto, los últimos avances científicos nos permiten hoy reconocer que Darwin tenía razón. Como se nos ha dicho más de una vez, Francis Crick y James Watson harían el descubrimiento que conduciría a la reivindicación de todo aquello que Darwin había deducido acerca de la evolución: el A D N. Habría mucho que decir al respecto de todo ello y de otros asuntos que atañen directamente a las doctrinas propuestas por Darwin; de hecho, reconocer y revalorar los aportes de la teoría darwiniana es el asunto a tratar en este año conmemorativo, y nosotros queremos unirnos a todos estos esfuerzos recuperando las claves femeninas de la teoría de la evolución.
Así, intentamos dirigir nuestro reconocimiento a Darwin a través de un camino que nos parece muy poco explorado y por ello escasamente documentado; de allí que por el momento únicamente podamos hacer un pequeño bosquejo a través del cual es posible identificar un horizonte comprensivo de la teoría darwiniana siguiendo la huella que ha dejado en el trabajo de algunas mujeres. Trataremos en lo que sigue de reconstruir el horizonte intelectual que dibuje la presencia y la perspectiva femeninas en el terreno de la ciencia evolutiva cuyo eje rector es Charles Darwin, pues nos parece que el mejor homenaje que se le puede rendir al padre del evolucionismo es recuperar las voces acalladas que en su momento hicieron eco de sus descubrimientos, pero sobre todo que abonaron también un territorio que ha rendido buenos frutos. Por consiguiente, traer a estas mujeres a la memoria cuando recordamos al hombre que dio forma y configuración a nuestra actual comprensión del ser humano es verdaderamente reconocerle en toda su valía, en cuanto que fue a partir de él que se generó la visión de que esa humanidad nos compete a todos por igual: hombres y mujeres alcanzamos así una verdadera comprensión de nuestro ser y de nuestro valer. Y aunque –al decir de algunas feministas– Darwin se olvidó de las mujeres, lo cierto es que ellas no despreciaron a Darwin, y a través de él y de sus descubrimientos estas mujeres fueron descubriéndose a sí mismas y contribuyendo así al diseño de la propia teoría del maestro. ¿Y qué maestro que se considere tal no estaría orgulloso de haber sido seguido, corregido, criticado y, aún más, superado si fuese el caso? Por eso en estos momentos de festejo y reconocimiento al viejo maestro evolucionista creemos pertinente hacer comparecer al lado de todos los reconocidos y renombrados discípulos de Darwin a sus olvidadas discípulas, pues ellas representan esa “otra mitad” de la humanidad que lo reconoce también como el padre de la mayor revolución científica de nuestro tiempo. El maestro seguramente estaría satisfecho con ello en tanto que podría ver claramente que su revolución modificó nuestro modo de concebir lo humano y nos lanzó a una comprensión más amplia y completa de nosotros mismos, y ciertamente el reconocimiento se amplía al abarcar a estas mujeres que compartieron sus ideas y las proyectaron sobre nuevos territorios. Por ello, y como homenaje a Charles Darwin, queremos decir algo acerca de estas “darwinistas”.
Aunque hoy día ya encontramos en los ámbitos científicos el nombre de muchas mujeres y también el de varias evolucionistas, hemos querido concentrar nuestro tema en las mujeres darwinianas de mediados del siglo XIX y principios del XX, tratando con ello de traer a la memoria a las mujeres que compartieron el siglo con Darwin y sus teorías; aunque de momento sólo hemos dado con dos nombres relevantes, nos parece que con ellas podemos abrir este camino e inaugurar así un proyecto más ambicioso que posibilite la reconstrucción de senderos más amplios y completos que terminen por conducirnos a todos los eslabones que configuran el desarrollo de las claves femeninas de la teoría de la evolución. Por el momento nos concentraremos en estas dos vías que desde distintos ángulos habrán de ayudarnos a transitar por estos terrenos, pues Antoinette Brown Blackwell y Clémence Agustine Royer proporcionan al historiador un doble entramado que permite seguir el desarrollo de la teoría de la evolución en esa clave femenina en la medida en que sus frentes se establecen en otras latitudes del planeta: Estados Unidos de Norteamérica y Francia, respectivamente. Así, estas mujeres hacen suya la teoría evolutiva del científico inglés y desde sus propios ámbitos culturales le otorgan ese toque femenino que aludimos.