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martes, 24 de febrero de 2015

Charles Darwin y las claves femeninas de la teoría de la evolución

Por Angélica Salmerón Jiménez


A finales de noviembre de 1859 se publicó un libro que estaba llamado a hacer historia. Su título era On the origin of species by mean for natural selection, o The preservation of favoured races in the struggle for life, y Charles Darwin, el nombre del autor. Según dice Bryson, el libro agotó su primera edición de 1.250 ejemplares el primer día al precio de quince chelines, aunque Geymonat apunta que eso ocurrió en menos de dos meses. Sea como fuere, lo relevante aquí es que dicho texto -que sería después conocido simplemente como El origen de las especies- no estaba llamado a pasar a la historia por ser un simple éxito de ventas, sino por la teoría revolucionaria que contenía. En efecto, era la teoría de la evolución que en dicho libro se contenía la que estaba destinada a cambiar el rumbo de la ciencia. Así las cosas, es en este año que estamos llamados a recordar este acontecimiento por una doble vía: los 150 años de la publicación del libro y los 200 años del nacimiento de su autor, pero, sobre todo, con ambos acontecimientos evocamos la teoría de la evolución, que terminaría por cambiar el rostro no sólo de la ciencia, sino el concepto que se había tenido de los seres vivientes en general y del hombre en particular. Por ende, pudiéramos decir que tanto el nacimiento de Darwin en 1809 como el de la aparición de su libro en 1859 marcan en la historia el origen fundacional de la teoría de la evolución y el nacimiento de una nueva revolución científica.

Por tal motivo -aunque sea de sobra conocido-, vale recordar que la teoría propuesta por Darwin representó en el siglo XIX una revolución comparable a la teoría heliocéntrica de Copérnico, en cuanto que su trayectoria marcó un nuevo rumbo en la concepción del hombre, y es que el evolucionismo terminaría por derrocar la ancestral idea que concebía al ser humano como una especie única, fija y completa. Comienza así una nueva andadura científica que apunta a la comprensión de las especies desde un ángulo novedoso y efectivamente innovador: lo que va a entrar en cuestión aquí es la pérdida del fundamento de la concepción fijista de las especies cuya inmutabilidad se había mantenido desde su aparición con la Creación. Así las cosas, la historia del pensamiento científico da un nuevo viraje que habrá de reconfigurar no sólo el orden que habrá de seguir la investigación, sino que además habría de determinar el nuevo lugar del hombre en la naturaleza. He aquí la revolución darwiniana: si Copérnico había replanteado el orden espacial dando a la tierra y al hombre un nuevo lugar en el universo, Darwin terminará reconfigurando el orden temporal humano en la naturaleza, y esto porque -como bien dice Denis Huisman- "la representación clásica de la naturaleza, concebida como un conjunto ordenado y acabado, ha quedado destruida: el Gran Arquitecto es la contingencia. Y el tiempo adquiere un nuevo estatuto: ya no es el cuadro inmutable y reversible de la física clásica; es la materia misma de la evolución". Por ende, el paulatino desarrollo de la idea de la evolución constituiría sin lugar a dudas la apertura de nuevos senderos en el progreso de la ciencia moderna. 

La historia de la ciencia da cuenta detallada de todo ello: desde el momento en que un joven estudiante de teología, transformado en apasionado naturalista, empieza la aventura que terminará por convertirlo en uno de los más importantes protagonistas del mundo científico. En efecto, la trayectoria vital e intelectual de Charles Darwin queda registrada en los anales historiográficos como la hazaña que realmente representa, pues es el caso que Darwin, constituido en un nuevo Colón, se embarca en una aventura que habrá de conducirle al descubrimiento de un nuevo mundo. Y esto de embarcarse en la aventura hay que entenderlo literalmente, pues Darwin pasó cinco años a bordo del Beagle, un buque de investigación naval al que fue invitado como compañero del capitán Robert FitzRoy. De hecho, la misión de nuestro científico se restringía a bien poco: acompañar al capitán a la mesa del comedor, quien por su rango estaba impedido de socializar con alguien que no fuese un caballero. Aunque esto no parecía ser nada complicado, resultó no ser tan sencillo, pues nuestro caballero tuvo que lidiar con no pocas excentricidades del capitán, de las que el propio Darwin dejó constancia, así como luchar contra el persistente mareo. Sea ello como fuere, lo verdaderamente importante es que el joven Charles Darwin (tenía veintidós años cuando se embarcó) habría de aprovechar la travesía en más de un sentido; los años que pasó a bordo del buque –de 1831 a 1836– habrían de convertirse en los más importantes y productivos de su vida: había nacido el científico que muchos años después revolucionaría la imagen de la naturaleza. Darwin volvió a los veintiséis años a Inglaterra y jamás volvería a salir de ella. Cabría decir que una vez concluido el viaje de cinco años en el Beagle, las aventuras darwinianas se verían ceñidas única y exclusivamente a las que brinda el intelecto y el estudio, pero ciertamente las peripecias que desde aquí habrían de ir envolviendo la vida aparentemente tranquila del estudioso terminarían también a su modo haciendo historia.

No vamos aquí a reseñar estas peripecias; bástenos señalar que una vez puesta en marcha la teoría de la evolución fue objeto de controversias de distinta índole, pero sobre todo –como no podía ser de otro modo, y siguiendo la comparación con la revolución copernicana– los mayores y más enconados ataques vinieron de los ámbitos religiosos y eclesiásticos, toda vez que las implicaciones de la teoría apuntaban claramente a descentrar al hombre del lugar privilegiado que tenía dentro del mundo de la naturaleza animal. Ciertamente, el hombre, animal privilegiado y único, creado a imagen y semejanza de Dios, de pronto no es otra cosa que un eslabón más de la cadena evolutiva. La batalla era nuevamente entre el dogmatismo y la ciencia, los contendientes estaban muy claros en sus posiciones y los ataques se librarían desde todos los frentes. La historia da cuenta de todos estos embates y sus resultados apuntaban ya a que la batalla final había de ser ganada por la ciencia. En efecto, los últimos avances científicos nos permiten hoy reconocer que Darwin tenía razón. Como se nos ha dicho más de una vez, Francis Crick y James Watson harían el descubrimiento que conduciría a la reivindicación de todo aquello que Darwin había deducido acerca de la evolución: el A D N. Habría mucho que decir al respecto de todo ello y de otros asuntos que atañen directamente a las doctrinas propuestas por Darwin; de hecho, reconocer y revalorar los aportes de la teoría darwiniana es el asunto a tratar en este año conmemorativo, y nosotros queremos unirnos a todos estos esfuerzos recuperando las claves femeninas de la teoría de la evolución.

Así, intentamos dirigir nuestro reconocimiento a Darwin a través de un camino que nos parece muy poco explorado y por ello escasamente documentado; de allí que por el momento únicamente podamos hacer un pequeño bosquejo a través del cual es posible identificar un horizonte comprensivo de la teoría darwiniana siguiendo la huella que ha dejado en el trabajo de algunas mujeres. Trataremos en lo que sigue de reconstruir el horizonte intelectual que dibuje la presencia y la perspectiva femeninas en el terreno de la ciencia evolutiva cuyo eje rector es Charles Darwin, pues nos parece que el mejor homenaje que se le puede rendir al padre del evolucionismo es recuperar las voces acalladas que en su momento hicieron eco de sus descubrimientos, pero sobre todo que abonaron también un territorio que ha rendido buenos frutos. Por consiguiente, traer a estas mujeres a la memoria cuando recordamos al hombre que dio forma y configuración a nuestra actual comprensión del ser humano es verdaderamente reconocerle en toda su valía, en cuanto que fue a partir de él que se generó la visión de que esa humanidad nos compete a todos por igual: hombres y mujeres alcanzamos así una verdadera comprensión de nuestro ser y de nuestro valer. Y aunque –al decir de algunas feministas– Darwin se olvidó de las mujeres, lo cierto es que ellas no despreciaron a Darwin, y a través de él y de sus descubrimientos estas mujeres fueron descubriéndose a sí mismas y contribuyendo así al diseño de la propia teoría del maestro. ¿Y qué maestro que se considere tal no estaría orgulloso de haber sido seguido, corregido, criticado y, aún más, superado si fuese el caso? Por eso en estos momentos de festejo y reconocimiento al viejo maestro evolucionista creemos pertinente hacer comparecer al lado de todos los reconocidos y renombrados discípulos de Darwin a sus olvidadas discípulas, pues ellas representan esa “otra mitad” de la humanidad que lo reconoce también como el padre de la mayor revolución científica de nuestro tiempo. El maestro seguramente estaría satisfecho con ello en tanto que podría ver claramente que su revolución modificó nuestro modo de concebir lo humano y nos lanzó a una comprensión más amplia y completa de nosotros mismos, y ciertamente el reconocimiento se amplía al abarcar a estas mujeres que compartieron sus ideas y las proyectaron sobre nuevos territorios. Por ello, y como homenaje a Charles Darwin, queremos decir algo acerca de estas “darwinistas”.


Aunque hoy día ya encontramos en los ámbitos científicos el nombre de muchas mujeres y también el de varias evolucionistas, hemos querido concentrar nuestro tema en las mujeres darwinianas de mediados del siglo XIX y principios del XX, tratando con ello de traer a la memoria a las mujeres que compartieron el siglo con Darwin y sus teorías; aunque de momento sólo hemos dado con dos nombres relevantes, nos parece que con ellas podemos abrir este camino e inaugurar así un proyecto más ambicioso que posibilite la reconstrucción de senderos más amplios y completos que terminen por conducirnos a todos los eslabones que configuran el desarrollo de las claves femeninas de la teoría de la evolución. Por el momento nos concentraremos en estas dos vías que desde distintos ángulos habrán de ayudarnos a transitar por estos terrenos, pues Antoinette Brown Blackwell y Clémence Agustine Royer proporcionan al historiador un doble entramado que permite seguir el desarrollo de la teoría de la evolución en esa clave femenina en la medida en que sus frentes se establecen en otras latitudes del planeta: Estados Unidos de Norteamérica y Francia, respectivamente. Así, estas mujeres hacen suya la teoría evolutiva del científico inglés y desde sus propios ámbitos culturales le otorgan ese toque femenino que aludimos.

El primer nombre y al parecer el más relevante desde el punto de vista que nos ocupa parece ser el de Antoinette Louisa Brown Blackwell, en quien se ha visto “sin género de duda a la madre del feminismo darwiniano”, porque fue ella la primera mujer que señaló que se habría de aplicar la teoría de la selección natural no sólo al hombre sino también a la mujer. Y, lo más importante de todo ello, es que Antoinette escribe un texto dejando constancia de su postura.

La figura de Antoinette es doblemente significativa, ya que fue asimismo una activista en la lucha por los derechos de la mujer y una reformadora social que logró convertirse en la primera mujer americana ordenada ministra por una iglesia congregacional en Estados Unidos; aunada esa actividad a sus concepciones teóricas sobre la evolución en el terreno científico, esta mujer se constituye en un modelo efectivo de lo que significa la lucha por la existencia.
Antoinette Brown, antes de casarse

Antoinette Louisa Brown Blackwell nació en Nueva York el 20 de mayo de 1825 y murió en Nueva Jersey el 5 de noviembre de 1921 a la edad de 96 años. Se dice que desde pequeña se sintió más a gusto realizando actividades masculinas que las convencionales y típicas tareas femeninas a las que por su condición se veía destinada, así que no es raro que a los ocho años decidiera ser ministra. Con esta determinación que orientó su vida y que fue apoyada por su familia, Antoinnete estudió teología en el Oberlin College. Las peripecias que dan seña y una particular tonalidad a su historia personal a partir de este momento fueron muchas y constituirían de suyo el motivo para una narración aparte; baste decir que los obstáculos que tuvo que ir sorteando fueron diversos: desde el hecho de que a pesar de haber concluido sus estudios no recibió su diploma, aunque logró su ordenación como ministra en el año de 1853, hasta aquellos otros que, vencidos finalmente, la llevaron a obtener ciertos reconocimientos, como fueron los títulos honorarios de master en 1878 y de doctorado en 1908.

Antoinnete se casó en el año de 1856 con Samuel Blackwell, con quien tuvo siete hijos de los que murieron dos. Su marido fue realmente un compañero de viaje cabal, pues compartió con ella creencias, inquietudes y trabajo. Así que esta incansable mujer fue además esposa y madre, lo que no le impidió continuar con sus actividades e iniciar otras. Viajó a varias partes del mundo, como Alaska, Inglaterra, el Oriente Medio, Centroamérica y América del Sur; dio conferencias y fundó asociaciones; escribió artículos y libros sobre religión y ciencia, pero también una novela, La isla de vecinos (1871), y un libro de poemas. Por si esto no fuese bastante, hay que señalar que fue miembro de la Asociación Americana para el Progreso de las Ciencias, de la Asociación Americana Unitaria y de la Convención Mundial de Abstinencia, y participó también en la primera convención mundial de los derechos de la mujer; quizá para poder sellar su propia historia con un toque personal muy femenino, Anttoinette tuvo la oportunidad de votar por primera vez en 1920, tan solo un año antes de su muerte.

Por consiguiente, podemos decir que la trayectoria vital e intelectual de Antoinette Brown se constituye así en una narración de distintas piezas que, unidas al centro existencial en que se originan, nos brindan el retrato de una mujer revolucionaria y pionera cuya historia vale poner de relieve por muchas razones, de las cuales aquí apelaremos únicamente a una: la recuperación de la “madre del feminismo darwiniano”, pues nos hacemos eco del señalamiento de Alicia Puleo:
Puesto que soy fiel a la idea de que una de las asignaturas pendientes de la igualdad es el reconocimiento de las mujeres en todos los ámbitos, y que en el terreno intelectual el déficit en este reconocimiento es aún más fuerte, me parece interesante recordar a una olvidada discípula del naturalista inglés. […] Aprovechemos, pues, el bicenterario del padre de la teoría de la evolución para recordar también a la madre del feminismo darwiniano.
Sin embargo, y paradójicamente, es justo esta vertiente de la obra de Antoinette la menos documentada, porque aunque existen muchas páginas electrónicas en las que aparece su nombre, prácticamente en ninguna se habla en profundidad de su trabajo como evolucionista. De hecho, Alicia Puleo abre esta reivindicación rescatando el nombre de Antoinette, su obra y su maternidad en el terreno del evolucionismo darwiniano mediante dos o tres señalamientos, y después otros más siguen el mismo camino repitiendo prácticamente lo ya señalado por aquélla; otras páginas, por último, se centran en sus actividades religiosas y reivindicativas de los derechos de las mujeres. Por ello, tomamos como eje rector lo apuntado por Puleo.

Cuatro años después de que Darwin publicara El origen del hombre y la selección en relación al sexo (1871), Antoinette Brown Blackwell escribe The sexes throughout nature, obra en la que asume la teoría de Darwin pero señalando la necesidad de aplicar la hipótesis de la selección natural también a las mujeres. Afirmaba que si la evolución se produce por la competencia e interacción entre individuos, entonces su estudio no debía reducirse a los machos de la especie, dando por supuesto que el papel de las hembras era totalmente pasivo y ajeno a las dinámicas de transformación natural.

Antoinette disculpa al maestro argumentando que la enormidad de la tarea emprendida le habría impedido atender este aspecto. La aportación que esta autora hizo a la teoría de la evolución al señalar lo que llamaríamos hoy “sesgo de género”, fue recogida y desarrollada por la sociobióloga Sarah Blaffer Hardy a finales del siglo XX. Blackwell y Hardy mostraron que el feminismo era compatible con las ciencias naturales, tantas veces utilizadas, como lo hiciera Herbert Spencer, para justificar jerarquías de sexo y raza.

Por ende, Antoinette dio un giro radical al darwinismo y este viraje ha llegado hasta nosotros. Si Darwin había dejado fuera de la selección natural a la otra mitad de la humanidad, Blackwell supo reconducirla dentro de su doctrina. En efecto, la evolución producida por la interacción y la competencia de los individuos no alcanzaba sólo a los machos de la especie humana sino también a las hembras, pues según nuestra autora las mujeres formaban parte de la transformación natural. Tal vez –parece sugerir Antoinette– Darwin se equivocó en tal sentido, pero tal yerro es comprensible y disculpable puesto que la empresa llevada a cabo era demasiado amplia, pero también porque el punto de vista androcentrista que se deja ver en su planteamiento evolutivo está firmemente arraigado en la herencia de la cultura. Sea lo que fuere, el aspecto fundamental para nuestra autora estriba en el hecho de la falsedad del punto de vista tradicional, que concibe al macho como activo y a la hembra como pasiva, de donde claramente habría de resultar que si se demostraba que las mujeres entraban también en esta competencia e interacción, es decir, que debían ser también consideradas como principios activos, entonces la doctrina evolutiva tendría que ser susceptible de corrección y ampliarse, y justo esto fue lo que sucedió. Es por ello que el trabajo de Antoinette Brown en este campo se considera como pionero, ya que fue el primer intento de incorporar a la teoría de la evolución lo que hoy conocemos como “perspectiva de género”.
Clémence Augustine Royer

La otra clave femenina de la teoría de la evolución que nos parece importante señalar aquí es la que aparece en Francia a través del trabajo realizado por Clémence Augustine Royer, quien no solamente se hizo famosa por su traducción de la obra de Darwin sino que fue reconocida como antropóloga y evolucionista; además, escribió un libro titulado Origine de l´homme et des sociétés, donde muestra también una ampliación de la doctrina de la evolución. Aunque tampoco es mucho lo que al respecto arrojan los datos encontrados, los pocos que hay nos permiten cuando menos dar cuenta de su existencia y recuperar la línea general de sus intereses intelectuales, pues de su vida no se dice prácticamente nada. Margaret Alic nos informa que nació en 1830 y que murió en 1902 y le dedica unas cuantas líneas de su texto. La presenta como filósofa, física, antropóloga y arqueóloga, y apunta que «tradujo al francés El Origen de las especies en 1862. Su prefacio a la obra hizo que se le considerara sin lugar a dudas como una “hereje” científica. En 1870 publicó Origine de l´homme et des sociétés, una exposición ampliada de la teoría de la evolución».

Otra fuente nos dice que Clémence se hizo famosa por su traducción de Darwin y que no sólo fue reconocida como antropóloga y evolucionista, sino asimismo como militante feminista de la época. Asistió al Congreso Geográfico Internacional celebrado en París en 1875. La participación en un congreso internacional de geografía es un ejemplo de la superposición de intereses de diferentes disciplinas (antropología, etnología y geografía) y el enfoque amplio hacia el medio ambiente natural, por lo que salta a la vista su falta de especialización. Y por cierto que habría de ser así en cuanto que el horizonte intelectual de Clémence se dibuja en sus muchos intereses, cuestión ésta que finalmente no parece sino conducir a la paradoja de siempre: una mujer que se ocupa de muchos saberes termina no sabiendo nada con solvencia, y de allí que una vez que decimos sus nombres tendamos de nueva cuenta a ocultarlas.

Y éste por desgracia no es sólo el caso de Clémence Royer y de la misma Antoinette Brown Blackwell: parece ser el destino de prácticamente todas las mujeres del pasado remoto y, como no dejan de mostrarlo ellas dos, aun del pasado inmediato.

Ojalá que estos nombres no queden sólo apuntados en estas notas y se olviden con la misma naturalidad con que ahora los recordamos. Hemos querido nombrarlas ahora no únicamente para aderezar la conmemoración del padre del evolucionismo con la sal y la pimienta de este par de voces femeninas, sino, más allá de ello, para asumir que nuestra tarea ha de expandirse en la dirección adecuada para encontrar gracias a éstas y otras mujeres el trozo de la historia que nos falta escribir. Estamos convencidos y convencidas de que éste no puede ser más que un primer paso; los siguientes nos obligarán a reconstruir, vía los textos, tal bosquejo general, pues no nos cabe duda alguna de que tanto Antoinette como Clémence nos dan las claves femeninas de la teoría de la evolución tal y como fue vista en la época en que la doctrina de Darwin empezaba a abrirse paso. Es éste un trabajo que en modo alguno resulta ocioso o meramente anecdótico; como hemos visto este par de olvidadas discípulas de Darwin ha abierto un camino que llega hasta nuestros días, y conocer el trayecto de ese caminar es conocer la historia que nos ha conducido al lugar en el que estamos. Así pues, si Antoinette y Clémence marcaron una pauta en ese sendero y abrieron nuevas rutas dentro de la teoría darwiniana que hoy con tanto gusto celebramos, asumimos que a través de ellas nos encontramos otra vez de frente con la revolución que en el siglo pasado sacudió al mundo científico, aunque ciertamente en esa época no se podía esperar mucho al respecto, dado que hasta al propio Darwin se le desconocieron sus méritos en este terreno, tal como apunta Bryson:
...a Darwin se le honró a menudo en vida, pero nunca por El origen de las especies o La descendencia humana y la selección sexual. Cuando la Real Sociedad le otorgó la prestigiosa Copley Medal fue por sus trabajos en geología, zoología y botánica, no por sus teorías evolucionistas, y la Sociedad Linneana tuvo a bien, por su parte, honrar a Darwin sin abrazar por ello sus ideas revolucionarias. Nunca se le nombró caballero, aunque se le enterró en la abadía de Westminster, al lado de Newton.
Por ende, mucho menos se iban a interesar por lo que hicieron estas mujeres; pero hoy que celebramos a Darwin por aquello que no pudieron o no quisieron festejar sus contemporáneos, bien vale celebrar, con él, a Antoinette y Clémence, porque si reconocemos que con Darwin cambió nuestro modo de entender al ser humano, habremos de reconocer también que el lado femenino de esta humanidad es un mérito que cabe adjudicar a estas mujeres cuyos trabajos intentaron descifrar la clave femenina de la evolución. Podemos terminar diciendo que si la nueva concepción de la humanidad fue puesta de manifiesto al ser descifrada su clave evolutiva por Darwin, y en éste encontramos la figura paterna de nuestra nueva concepción humana, lo cierto es que igualmente esta humanidad debe empezar a reconocer su parentesco materno en las figuras de Antoinette Louisa Brown Blackwell y Clémence Royer.


FUENTE: La Ciencia y el Hombre (Revista de Divulgación Científica y Tecnológica de la Unviersidad Veracruzana), Año 2009

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