Cuando estalló la guerra, las activistas inglesas libraban un pulso feroz por el derecho al voto. La contienda empleó a millones de mujeres en la industria. Y aunque luego fueron expulsadas del mercado laboral, el cambio social ya estaba en marcha.
El vendaje con el que se apretaba el pecho le cortaba la respiración. Aun así, siempre pedía un tirón más. «Aprieta, aprieta», murmuraba el soldado Denis Smith a su compañero Tom Dunn, cuando el sol desperezaba a la compañía de zapadores. El soldado Smith se llamaba en realidad Dorothy Lawrence y bajo las vendas y las ropas militares se escondía en realidad una inglesa de 19 años que quería ser corresponsal de guerra. Ante la negativa de los editores de periódicos y del Ministerio de Guerra británico de dejarla ir al frente, se las había ingeniado para cruzar el Canal de la Mancha, contactar con dos soldados en un café de París y, tras pasar unos días escondida en una cabaña, acabar poniendo minas al norte de Francia a 350 metros de las líneas enemigas.
Allí, soportando durante 10 días seguidos los bombardeos alemanes, el agotamiento, la humedad, el frío y el hambre le acabaron provocando un desvanecimiento. Si acababa en el hospital de campaña, pensó, se descubriría el engaño y todos sus cómplices acabarían ante un consejo de guerra. Así que a la mañana siguiente se presentó ante el sargento de guardia, y confesó. A cambio de su silencio y de firmar un documento en el que se comprometía a no explicar cómo se había infiltrado en las trincheras, fue enviada a un convento hasta su repatriación. La historia, no obstante, no acaba en el convento, sino en el psiquiátrico -el otro lugar reservado para desobedientes-. Acabada la guerra, publicó Sapper Dorothy Lawrence: the only english woman soldier con resultados terribles: primero el libro fue censurado. Y en 1925, sin ingresos ni credibilidad como periodista, fue encerrada en un sanatorio tras asegurar que el guardián de su iglesia había abusado de ella de joven. La nota a pie de página de esta historia diría que décadas más tarde se supo que sus denuncias fueron lo bastante convincentes para ser incluidas en su historial médico.
El caso de Dorothy, aun exótico, no fue una seta en aquel convulso 1914 en el que las sufragistas se habían empleado a fondo en aquella máxima suya de que los derechos de las mujeres exigían más acción y menos palabrería. En febrero, 14 activistas habían sido detenidas en una tumultuosa protesta ante el Parlamento británico. En los últimos meses, el pulso feroz que habían librado con las autoridades -que las alimentaban a la fuerza durante sus huelgas de hambre- había dejado un reguero de cristales rotos en organismos oficiales, batallas campales en las que la policía disparaba balas de fogueo y ellas respondían con paraguazos y lanzamiento de sillas, e incendios en mansiones, campos de golf, estaciones, muelles y pajares. Por aquellas fechas, la prensa inventarió hasta 141 «actos destructivos».
Pero, sin duda, uno de los que sumó más titulares fue el que protagonizó Mary Richardson, que en marzó cogió un hacha de carnicero y, en respuesta al arresto del día anterior de la líder Emmeline Pankhurst, asestó siete cortes a la altura de los hombros de La venus del espejo, de Velázquez, en la National Gallery. La obra fue restaurada sin problemas, y la agresora, condenada a seis meses de cárcel (la máxima pena por dañar una obra de arte). Los periodistas, sin embargo, hablaron del ataque en términos de asesinato («le infligió una cruel herida en el cuello», se lamentaba, melodramáticamente, The Times) y le reservaron para la posteridad el apodo de Mary, la acuchilladora. La acción, dejaban entrever, era el resultado de una feminista perturbada que no soportaba los desnudos femeninos. Para la prensa, como para el establishment, aquello no eran más que extravagancias de señoras encaprichadas en acceder a derechos y espacios reservados a los hombres.
Guerrilla feminista
Richardson, como Pankhurst, formaban parte del Women's Social and Political Union (WSPU), el flanco más radical del movimiento de mujeres. Sin embargo, toda la visión que tuvieron a la hora de amplificar su discurso con acciones espectaculares («¿estaría dispuesta a ir a prisión?», le preguntó un periodista a Pankhurst, a lo que esta replicó: «Oh, sí, absolutamente. No sería tan terrible, ya sabe, y sería una experiencia valiosa») se nubló al apoyar la guerra. Si las mujeres arrimamos el hombro -venían a decir- allanaremos el camino a los derechos civiles. Como se vio luego, el silogismo no fue tan sencillo.
En el continente, la contestación femenina fue más sonora. La baronesa Bertha von Suttner, que acababa de morir, había dejado en herencia su pacifista Abajo las armas. Anita Augspurg y su pareja, Lyda Heymann, se empleaban en la causa, y la socialista Rosa Luxemburgo empezó a coleccionar enemigos en cuanto dijo que la contienda era un «enfrentamiento entre imperialistas» y que en las «guerras siempre aumentan los dividendos y caen los proletarios». Acusada de alta traición, se pasó en la cárcel la mayor parte de la guerra. Y en enero de 1919, tras ser detenida en el levantamiento espartaquista, apareció flotando en el canal Landwehr de Berlín con un tiro en la cabeza.
Antes de que eso ocurriera, a uno y otro lado de las alambradas la vida de las mujeres había cambiado a grandes zancadas. De golpe, se habían necesitado sus brazos en las fábricas (en 1918, el 35% de la mano de obra industrial en Gran Bretaña y Alemania era femenina), en los hospitales, en la intendencia e incluso en los servicios de espionaje. Más de 6.000 mujeres fueron reclutadas por la inteligencia británica entre 1909 y 1918, ya fuera recopilando información o pasándola a soldados. «Sin ellas, el Gobierno no habría podido crear las vastas redes clandestinas que desarrolló en la primera guerra mundial», afirma Laura Manzanera en Mujeres espías.
Muchas de ellas fueron apresadas y algunas secundaron huelgas al ser obligadas a fabricar munición contra sus países. Lo cierto es que, ya fuera en las cárceles o en las ciudades, la guerra supuso una escuela de cultura política y una tumba para la moral victoriana. Las mujeres empezaron a guardar en los baúles los corsés, las sombrillas y las faldas largas. También se quitaron de encima a las carabinas y algunas se pusieron al volante y contribuyeron al humo y al debate en los cafés. Sin embargo, como subraya el historiador David Stevenson, las señoras, en términos laborables, salieron de la guerra por dos puertas diferentes. Las inglesas acomodadas y de clase media, por ejemplo, pudieron acceder por ley a puestos de oficinista, a la abogacía, la arquitectura e incluso al Parlamento. El resto, sin embargo, «fueron expulsadas sin miramientos del mercado laboral».
Vuelta atrás
Mucho se ha discutido, recuerda Stevenson, sobre si trabajar hasta la extenuación en las industrias de guerra en condiciones insalubres y cobrando sueldos inferiores a sus compañeros merece la etiqueta de emancipación, pero lo cierto es que la ley inglesa obligó a las mujeres que trabajaban en la industria a dejar sus puestos cuando acabara la contienda, a aceptar subsidios menores y a recibir formación solo en «oficios femeninos»: básicamente el textil y el servicio doméstico. La prensa, que tanto las había elogiado, las acusaba ahora con el índice de «quitar el trabajo a los soldados». A principios de los años 20, el porcentaje de mujeres con trabajo remunerado había descendido a un cifra inferior a la de 1911.
Situación parecida se vivió en EEUU y Francia, donde, apunta Stevenson, «la finalidad de la política de subsidios y la nueva legislación contra los anticonceptivos y el aborto era fomentar la vuelta a la vida doméstica y elevar de nuevo la tasa de natalidad del país». ¿Y qué pasó con el derecho al voto, dirán? Para el final de la guerra, las estadounidenses ya podían concurrir a las urnas, lo mismo que las británicas mayores de 30 años. Las francesas, en cambio, tuvieron que esperar a una generación más: se aprobó un proyecto de ley, pero el Senado, temeroso de la influencia del clero, lo congeló. Entre 1914 y 1930, una treintena de países aprobaron el sufragio femenino.
A aquellas alturas, sin embargo, ya quedaba meridianamente claro que, más allá de las urnas, la gran batalla iba a librarse en la vida cotidiana.
POR NÚRIA MARRÓN / EL PERIÓDICO.COM
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