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sábado, 16 de mayo de 2015

¿Qué hacer con la prostitución?

POR ROSA COBO BEDÍA

Legalizar la prostitución es enviar a la sociedad el mensaje de que la explotación sexual de las mujeres es éticamente aceptable.


El debate político sobre la prostitución aparece intermitentemente en los medios de comunicación, casi siempre relacionado con noticias que sugieren la inevitabilidad de su legalización. La última es la incorporación del impacto económico de esta actividad en el PIB. El argumento que parece tener más peso en esta discusión es el que explica que la legitimidad de la prostitución debe buscarse en el libre consentimiento de las mujeres prostituidas. Por eso me centraré exclusivamente en este aspecto del debate.

Sin embargo, hay que poner encima de la mesa dos cuestiones antes de aproximarnos a este debate: el primero es que hay que distinguir la prostitución, del colectivo concreto que son las mujeres prostituidas, de modo que pueda interpelarse críticamente esta institución y, al tiempo, hacer políticas públicas para las mujeres prostituidas. El segundo elemento no casual es la naturalización de la prostitución, con el subtexto que eso implica: el carácter no político del comercio sexual.

La prostitución es una realidad social compleja debido tanto al aumento creciente de los actores y procesos involucrados alrededor de esta institución patriarcal como a los significados ideológicos que se derivan de su existencia. En efecto, la prostitución hoy es una gran empresa global, vinculada a la economía criminal, y en la que intervienen muchos actores que se benefician de ese negocio. Tanto es así que en 2010, según el INE, la prostitución generó un 0,35% del PIB. No puede negarse que el negocio de la prostitución ha crecido vertiginosamente en el marco de las políticas económicas neoliberales. Probablemente, el interés recaudador de los estados patriarcales esté en el origen de esta propuesta. Sin embargo, los actores principales, en primera instancia, son las mujeres que ejercen la prostitución y los varones que utilizan los servicios de estas mujeres. En el imaginario colectivo la prostitución está asociada a la imagen de la puta. Y, sin embargo, no hay mujer prostituida sin hombre prostituidor. ¿Por qué el prostituidor ha sido invisibilizado en el imaginario de la prostitución? Hay que reflexionar sobre las razones por las que la figura del demandante ha sido silenciada como si fuese un elemento completamente secundario en esta obra de teatro, pues este hecho es un claro indicador de la permisividad social que existe hacia estos varones. Por ello, es necesario resignificar el imaginario de la prostitución y poner a los prostituidores en el lugar que les corresponde, es decir, como beneficiarios y responsables de esta práctica social. Y también es preciso señalar que la prostitución no es una institución inocua sino que, como todas las demás, no puede desligarse de las relaciones de poder que estructuran cada sociedad.

Por otra parte, esta realidad social no puede entenderse tampoco si no se tiene en consideración la significativa desigualdad económica entre la población prostituida y la población demandante, pues esta desigualdad es fundamental para calibrar el grado de consentimiento que existe en estas relaciones. Más del 90% de las mujeres prostituidas son inmigrantes y el tráfico ilegal de mujeres para la industria del sexo está aumentando como fuente de ingresos para los varones. Sin embargo, las mujeres ocupan la casi totalidad de ese sector hasta el punto de convertirse en un grupo mayoritario en la migración orientada a la búsqueda de empleo. Saskia Sassen señala que la nueva economía capitalista está promoviendo con sus políticas neoliberales el surgimiento de unas nuevas clases de servidumbre. Mujeres e inmigrantes, entre las que se encuentran las mujeres que ejercen la prostitución, constituyen el núcleo duro de esas nuevas servidumbres. En efecto, las mujeres prostituidas pertenecen a los sectores sociales más pobres y con necesidades económicas extremas o bien son mujeres que buscan una mejora de su situación a través de la obtención del dinero rápido que la prostitución puede llegar a proporcionar. Además, para algunas mujeres inmigrantes en situación irregular, la prostitución se plantea como una de las pocas salidas económicas disponibles.

La pregunta, pues, gira alrededor del grado de consentimiento de las mujeres prostituidas en el comercio sexual. Aquí ya se puede subrayar que la libertad y el consentimiento de las mujeres que llegan a la prostitución son reducidos, pues están limitados por la pobreza, la falta de recursos culturales, la escasa autonomía y en la mayoría de los casos por el abuso sexual en la infancia. Y por si fuera poco, esas realidades sociales se forman en el marco de sociedades patriarcales en las que los varones tienen una posición de hegemonía sobre las mujeres.


Un contrato firmado por dos partes en la que una de ellas está dominada por la necesidad no es un contrato legítimo. No puede haber libertad de contrato absoluto en sistemas sociales edificados sobre dominaciones, pues la necesidad y la desventaja social vician el consentimiento. Por eso, hay que señalar que la ilimitada libertad de contrato forma parte del núcleo ideológico más duro del liberalismo y la crítica a esa libertad absoluta forma parte de las señas de identidad de los pensamientos críticos. Los análisis que intentan justificar la prostitución como un contrato legítimo se apoyan en argumentaciones propias del neoliberalismo, para cuya ideología los contratos no deben tener límites. Quienes defienden la legitimidad de ese contrato fundamentándolo en la voluntad del individuo, se olvidan que libertad y voluntad no siempre coinciden. Y al legitimar la prostitución con este argumento se desmarcan de los pensamientos críticos.

Si consideramos la prostitución una forma inaceptable de vida, resultado del sistema de hegemonía masculina y que vulnera los derechos humanos de las mujeres al convertir su cuerpo en una mercancía y en un objeto para el placer sexual de otros, entonces se concluye la imposibilidad de su legalización. En otros términos, legalizar la prostitución es enviar a la sociedad el mensaje de que la explotación sexual de las mujeres es éticamente aceptable. Y con ello se contribuye a instalar en el imaginario colectivo la idea de que a los varones les asiste el derecho natural a acceder sexualmente al cuerpo de las mujeres.

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